Aún recuerdo el viaje de ida en el coche.
No iba repasando la charla.
Iba dejando marchar cualquier idea, proyección o pensamiento que me viniese al respecto. Llevando mi atención al pecho, sintiendo.
Intentando empatizar con las emociones que esa persona –a la que quería encuerpar- podía estar sintiendo.
Conectar con el desde donde.
El lugar de la charla no era el más glamuroso.
Ni el público era el más entregado.
Muchos de ellos habían sido “forzados” a participar.
El sonido tampoco era el mejor. El setup, tampoco.
Y, sin embargo, fue la mejor charla que he dado en mi vida.
La preparé con mimo durante semanas.
Dibujé bocetos, estructuré diagramas, elegí ejemplos…
Y cuando quedaban un par de días para la charla, lo dejé marchar todo.
El día de la charla, gocé.
Todo lo inesperado parecía jugar a mi favor.
Lo cogía al vuelo y jugaba con ello. Lo convertía en parte de mi mensaje.
No fue la charla con más impacto visible.
Pero fue la mejor porque marcó un antes y un después para mí.
Porque fue la primera vez que sentí, con plena consciencia, que podía entrar a demanda en ese estado interno de calma y fluidez que permite que lo mejor emerja sin forzar.
Después, lo he vivido más veces:
Ejerciendo de maestro de ceremonias (de cura vaya XD) en la boda de un amigo.
Entrenando atletas, donde un día tormentoso se convertía en un gran entreno improvisado.
Dando clase en la uni, cuando una asignatura aburrida se convertía en una performance divertida.
En todos ellos, el mismo patrón:
Preparar. Soltar. Conectar.
Y he ido observando cómo esta manera de hacer ha ido impregnando otras áreas de mi vida:
Cómo hago ejercicio físico, cómo me compro un coche, cómo cambio de trabajo e incluso la dirección que tomo cuando conduzco.
Todas ellas, historias que merecen ser contadas.
Y que algún día contaré.
Después de madurarlas, dejarlas ir… y sentir el momento (guiño guiño).
guiño, guiño ;)