En algún momento de mi adolescencia algo hizo clic.
El niño que no se atrevía a hacer muchas cosas se transformó.
Encontré en el enfado un gran motor para romper.
Y la lucha se convirtió en el estado base que me ayudó a traspasar críticas, juicios y rechazos.
Y como me funcionaba, lo usé más y más.
No me conformaba con abrirme paso a mordiscos persiguiendo el gran deseo de vivir de mi niño interno. También entrenaba mis habilidades, exponiéndome conscientemente a situaciones incómodas. Entre ellas, mi habilidad de lidiar con el rechazo.
Para que te hagas una idea: hubo una época en que, para superar el miedo al rechazo de las mujeres, cada noche que salía me ponía como objetivo ser rechazado un mínimo de 10 veces.
Dentro de la dificultad, hasta me parecía divertido.
Sé que aquellas experiencias me ayudaron a desarrollar muchas habilidades.
Y, sobre todo, la confianza de que puedo forzarme —a base de voluntad— a hacer prácticamente cualquier cosa que me proponga.
Pero, aunque todo esto pueda sonar empoderador, lo era solo en la superficie.
Y tenía un caro peaje.
Creé una coraza física que me insensibilizaba de muchas sensaciones y emociones.
Y una mentalidad que me hacía ignorar muchas señales importantes que mi cuerpo me enviaba.
Entre otras cosas, ignoré durante más de dos años, unos dolores en mis tobillos que resultaron ser fracturas por estrés. Lesión que me retiró del atletismo de competición.
Un punto de inflexión que abrió la puerta a un Urtats más conectado, más humano y vulnerable.
Había aprendido la lección. Y, con el entusiasmo que me caracteriza, durante los siguientes diez años trabajé activamente hacia una apertura que me permitiese entender mejor mi cuerpo. Para integrar su sabiduría con el aspecto mental que había priorizado hasta ese momento.
Cambiaron mis amistades, la relación con familiares, mi trabajo, mi vida.
Hubo momentos muy difíciles, pero en el camino encontré una paz que no había saboreado antes. Y una brújula interna que no sabía que tenía.
Y entonces, nació mi hija.
Madre mía, menudo despertar.
La fisiología hizo su trabajo.
Me regaló la apertura que me permite conectar con la maravilla de la naturaleza que es ella.
Una apertura que fue, y sigue siendo, el ejercicio de honestidad más grande que he hecho con la vida en toda su crudeza. Exponiéndome de par en par a todo lo agradable y lo desagradable.
Un [re]nacer para mí también.
Y una vez vivida esta apertura, no quise volver a cerrarme.
Ni a mi hija, ni a la vida.
Lo que significaba que, me tocaba aprender a vivir el dolor a corazón abierto.
Rodeado de familiares, vecinos y una considerable parte de la sociedad que no entienden y, en el mejor de los casos, actúan descuidadamente ante nuestra manera de criar.
Son incontables las veces que he necesitado poner un límite para cuidarme:
agotado,
sin recursos,
poniéndolo desde el susto o desde la energía huidiza.
Exudando rechazo.
Ellos sintiéndose rechazados.
Y activando hacia mí sus mecanismos de defensa:
condescendencia,
sorna,
soberbia,
desdén…
y más rechazo.
Llegaba (y aún llego) a casa fundido, con el dolor reverberando dentro.
Día tras día.
Con el rechazo que llama a más rechazo.
Y una casa que se sentía jaula.
Un día me di cuenta de que solo había una salida de este círculo vicioso:
Transformar el rechazo en amor propio.
Mucho más doloroso que activar mis viejos mecanismos de lucha y forzarme a salir.
Pero infinitamente más valioso.
El camino de sentir el rechazo.
Y sentirlo hasta el final.
Mientras pa/materno a mi niño interno.
Hasta que se haya ido.
Volviendo el dolor, una oportunidad para aprender a curarse y cuidarse mejor.
Transformando la raíz.
Para que los escudos y mecanismos de defensa alternativos sean un complemento,
y no el centro desde el que me muevo.
Y pueda vivir la vida con todos sus matices,
en vez de pasar por ella sobreviviendo.
¿Te atreves?