El honor.
La lealtad.
El heroísmo.
El sacrificio.
Por mucho tiempo me dejé seducir por ellas.
Me resonaban en películas como Gladiator:
Un emperador honorable frente a un heredero despiadado.
Cómodo, la encarnación misma del mal.
Gracias a Máximo, que ascendió para impartir justicia divina.
Hoy tomo esta película para mostrarte otra lectura, con ecos muy reales en nuestro propio mundo:
Cómodo. Un niño no amado.
Por no cumplir con las expectativas de su padre.
Por no encajar en el molde de virtudes que su padre valoraba: sabiduría, justicia, fortaleza, templanza.
Un niño cuya herida se convirtió en vacío,
y cuyo vacío pidió a gritos el amor que nunca recibió.
Y así, tarde o temprano, ese hijo encontró la manera de llenar su hueco: usando a otros, machacando, reclamando por la fuerza un respeto que nunca había sentido.
Una manera destructiva, nacida de una necesidad visceral de ser amado y temido. Pero que, en esencia, repetía la misma dinámica que su padre: intentar moldear el mundo para calmar su propio vacío.
Su padre, apoyado en el intelecto, había abrazado la atractiva idea de unas virtudes universales.
Unas virtudes con las que midió su propio valor y bondad.
Que obedeció para intentar llenar su necesidad de sentirse bueno.
Y después, las proyectó al resto del universo.
Al fin y al cabo, eran virtudes universales.
Así, estableció con su hijo un marco incompatible con el vínculo y la conexión.
Un contrato emocional condicionado que premiaba la obediencia a unos principios rígidamente interpretados y castigaba la autenticidad.
El vínculo quedó sofocado bajo la obediencia.
Claro, todos preferimos los mecanismos de Marco Aurelio por encima de los de Cómodo.
Pero mientras sigamos aplaudiendo virtudes sin mirar desde dónde se accionan,
la dinámica se mantiene intacta y permitimos que Cómodo ocurra.
Dejemos de llenar,
curemos nuestros vacíos.
Un fuerte abrazo,
Urtats.