Les juzgaba.
Es más, les tenía rabia.
Algunos compañeros de trabajo, insuficientemente rigurosos, faltos de ganas o capacidades para entender la complejidad del camino hacia la verdad…
Para mí, eran malos científicos.
Y ser un mal científico no era un detalle menor.
Era dañino.
Porque disfrazaban la falacia como verdad.
Y el mundo no está precisamente falto de interesados y/o incompetentes dispuestos a instrumentalizarla para tomar dudosas decisiones que nos afectan a todos.
Así justificaba mi rabia.
Y en parte, no estaba equivocado.
El problema no era tanto lo que veía, sino cómo respondía a ello.
Mi mecanismo era “impartir justicia” a base de destruir sus frágiles argumentos y, aunque no lo verbalizara, exudar desprecio hacia su persona.
Camino hacia convertirse en un viejo amargado, encerrado en su oscura cueva mental, consumiendo su preciosa vida con rabia mal canalizada, mientras perseguía una meta humanista que no puede alcanzarse a base de atacar a personas.
Por suerte, las cosas fueron cambiando.
Hoy me siento más cerca de algunos de esos “malos científicos” que de mis anteriores compañeros de lucha por el rigor.
¿Qué es lo que me ha traído hasta aquí?
Necesitará de unos cuantos posts para ser bien descrito.
Pero puedo decirte que ha sido —y sigue siendo— una aventura emocionante.
Un camino que he podido transitar gracias a una mezcla de buenos referentes, curiosidad, herramientas apropiadas y, sobre todo, la decisión de aprender a conectar con mi genuinidad y cuidarla.
Con mi niño y adolescente internos.
Descubrir con qué cosas se divierten,
de qué cosas disciernen,
por qué están dispuestos a morir… y a vivir.
Encontrar mis valores verdaderos —esos pocos que ahora sé que sí son míos—
y buscar la manera de honrarlos y protegerlos, independientemente de las consecuencias.
Solo así, desde una conexión profunda y seguridad en mí mismo,
fui capaz de darme cuenta de que, uno de esos compañeros a los que tanta rabia tenía, cuidaba las plantas del departamento.
Las mismas que me alegraban el rato y me ayudaban a respirar en un entorno gris.
Pude apreciar que otro compañero era excelente aligerando las conversaciones, reduciendo tensiones y hacía la convivencia entre diferentes más agradable.
Y que, a un tercero, apartado por y de la gente, sólo le hacía falta sentirse seguro para dejar sus miedos de lado y desplegarse como una persona cercana, dispuesta a ayudar y facilitarte la vida con naturalidad y ligereza.
No me malinterpretéis.
Todo esto que os cuento no significa que ahora les considere buenos científicos.
Ni que vaya a bajar mis estándares de excelencia con respecto a lo que un científico debe aportar.
Eso sería no respetar a una parte de mí que también necesita ser escuchada y cuidada.
Lo que quiero decir es que mis estándares de excelencia y la rabia hacia esas personas son cosas distintas.
Cosas que solo estaban conectadas por mi incapacidad de ser fiel a mí mismo.
Al otro lado de ese odio, encontré el regalo:
El de conectar conmigo mismo, con lo que me rodea y con aquello a lo que quiero dedicar mis energías.
He vivido esa sensación muchas veces, creo que heredada de la creencia de que alcanzando la excelencia se es aceptado. Creando de la consecución de objetivos una necesidad para sentirme valorado, no por quien soy, sino por lo que he conseguido. Y en consecuencia juzgando a quienes no se esfuerzan por hacerlo todo perfecto. Es algo que siento tan interiorizado que me requiere de mucha presencia para ser consciente. Esta lectura va a traer reflexión. Eskerrik asko.
Gracias por compartir algo tan personal Iker y enriquecer el mensaje con ello 🙏.
También puedo ver en mi esa búsqueda de auto-validación por medio de conseguir cosas.
Mi etapa como atleta tenía eso en el centro y, como dices, está tan arraigado que aún puedo verlo en detalles del día a día.
Un abrazo de mi niño a tu niño 🫂