Cuando lo escuché por primera vez, me dejó boquiabierto:
El modelo astronómico de Ptolomeo —que situaba la Tierra en el centro del universo— predecía el movimiento de los planetas observables mejor que el modelo de Copérnico —que situaba el sol en el centro—.
¿¡¿Cómo?!?
Sí, habéis oído bien.
Un modelo conceptualmente erróneo, predecía mejor que otro conceptualmente más acertado.
A mí, me sorprendió mucho,
y me encantó dejarme sorprender.
La clave la encontré en esta frase: “predecir el movimiento de los planetas observables“.
El modelo geocéntrico de Ptolomeo se basaba en lo que se veía a simple vista. Es decir, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Nada más.
Urano, Neptuno, no encajaban en este modelo.
Siendo rigurosos, Urano y Neptuno tampoco hubiesen encajado en el modelo de Copérnico.
Pero fue el modelo heliocéntrico de Copérnico el que abrió la puerta.
A que Galileo lo fortaleciera y divulgara, Kepler lo confirmara, Newton lo explicara…
y que el conjunto modelo-matemática-física predijera que había un punto en el cielo donde tenía que existir un misterioso planeta.
Apuntaron un telescopio a ese punto, y descubrieron Neptuno.
Desde el punto de vista estadístico, el modelo de Ptolomeo era un modelo sobreajustado. Es decir, un modelo que funciona bien con lo ya observado.
Pero, a diferencia del de Copérnico, apenas tenía capacidad de abrir nuevos horizontes.
La semana pasada os hablaba de nuestra capacidad de sobreajustar nuestras narrativas a eventos completamente aleatorios. El ejemplo más extremo.
El de hoy, va más allá.
Porque significa que, aunque mis modelos acierten mucho, puede ser que no me valgan para nada si cambio de contexto.
La única cura que conozco, tratar continuamente de integrar otras perspectivas.
Algo de lo que ya tengo ganas de seguir escribiendo.
Gracias por leer,
Urtats