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Llevo meses escribiendo este post.
Primero, con la claridad de que quería contaros una historia que mostrase como la falta de prioridades claras y compartidas nos llevó a gastar demasiadas energías en una decisión que debía haber sido más sencilla.
Frenado, después de horas dedicadas a destilar el mensaje, por el descubrimiento, dentro de esta misma historia, de aprendizajes que no había desenterrado. Frenado después por la vida, pudiendo dedicarle solo minutos a las noches. Y con un transformador proceso personal paralelo, que me coloca en un nuevo lugar. Un lugar suficientemente diferente como para hacerme mirar el texto como un adulto mira a un niño. Frenado porque he querido encajar mi escritura en mi modelo preferente. Porque me encanta la sensación de un trabajo destilado, limpio, claro, sintético, el que ofrece esa placentera sensación de obra terminada, de artesanía, gusto, ligereza y densidad de información.
Y hoy, he deseado borrar por completo el post, y empezar desde una página en blanco. Varias veces. De hecho, he tenido que sujetarme para no hacerlo, como en tantas otras ocasiones me ha ocurrido con las cosas que ya no me sirven. Porque la escritura ha sido y en gran medida sigue siendo, una herramienta de reflexión para mí. Una herramienta que rara vez he sentido usar hasta el final. Porque compartir mi verdad es importante para mi mente, pero parece que a mi cuerpo le basta con quedarselo para si mismo.
Pero ya he dicho basta. Ni la vida, ni mi estilo preferente de escritura, ni las reflexiones ocultas que me esperan en cada texto que escribo se pueden interponer en que vosotros recibáis lo que habéis venido a recibir.
Tal vez, serán menos pulidas, tal vez sacaré más conclusiones al revisitarlas, tal vez no sean tan extensas, pero, si son suficientes para mi, quien soy yo para pensar que no lo son para vosotros?
Sea como sea, ahí va lo que tengo y espero que también sea un punto de inflexión para que pronto vengan más:
Año 2012, estábamos diseñando el primer Fórmula Student eléctrico de nuestra historia.
Como equipo, llevábamos a cuestas un saco de aprendizajes sobre todo el proceso de construir y competir con un monoplaza de combustión interna (de gasolina vaya). Pero, este año, el corazón del coche iba a cambiar completamente. Pasábamos de tanque de gasolina a baterías, de motor de combustión a eléctrico… Y con ello, no solo cambiaban el diseño y fabricación, también la normativa, las pruebas que íbamos a tener que pasar para poder entrar en la competición y hasta la manera en la que tendríamos que organizarnos como equipo para conseguirlo.
La parte que me tocaba en este ambicioso proyecto era liderar el desarrollo de la transmisión. Es decir, crear el sistema que hiciese que la fuerza que el motor se transmitiera lo mejor posible a las ruedas.
Hasta 2011, como parte de este sistema, habíamos utilizado una cadena de moto que demostró cumplir bien su función. Mi idea era seguir con el mismo concepto, pero uno de los máximos responsables del equipo insistía en que el coche eléctrico tenía que llevar correa de transmisión en vez de cadena. La cadena hacía un ruido poco elegante y ya no había un ruidoso motor de gasolina que lo tapara. Parecía razonable, pero algo dentro de mi hablaba claro: “No tiene ningún sentido estar poniéndole una correa al coche. Demasiadas cosas nuevas tenemos que hacer en el poco tiempo que tenemos, como para ponernos a innovar en cosas que ya funcionan”. Y, no sin un gran aporte de energías, así lo hicimos.
Prioridades
Tenía claras mis prioridades. Dedicar tiempo a desarrollar un sistema no-trivial, que no mejoraba considerablemente la funcionalidad del coche e introducía fragilidad en el sistema por lo novedoso, no tenía ningún sentido.
Pero, para mi sorpresa, no todo el mundo pensaba así, ni siquiera después de ver que llegamos a la competición con algunos aspectos cruciales como el funcionamiento del acelerador con un aprobado muy justo. Había ratos en los que el coche aceleraba a trompicones y el compañero que había insistido en montar la correa de transmisión, meses después, aún se le ocurrió puntualizarme que el coche de uno de los equipos catalanes llevaba correa.
Ingenio o ingenuidad
Este tipo de proyectos, novedosos, ambiciosos… son un imán para entusiastas, soñadores, motivados que, en más de una ocasión, tienen demasiados pájaros en la cabeza. Una fauna que, especialmente si es joven y poco experimentada como nosotros (estudiantes en sus 20), tiende a sobreestimar sus capacidades y subestimar las necesidades reales. Usar un motor en cada rueda, diseñar nuestras propias baterías, chasis de carbono, difusor… Son algunas de las ideas que salieron en las primeras reuniones. Todas ellas tardaron años en ser implementadas.
Es probable que el carácter soñador, sea importante para que proyectos con una gran componente innovadora como esta salgan adelante. Pero no por lo que a Hollywood le gusta hacernos creer. No es el poder de la imaginación de genios visionarios las que sacan estos proyectos adelante. Gente con mucha imaginación hay a patadas. Gente que sepa aterrizar estas ideas, tenga las habilidades y determinación para perseverar, de manera flexible, creativa e incansable y solucionar cada uno de los problemas que separan las ideas de la realidad, hay muchas menos. Recordemos que el >90% de las startups no duran 5 años y que la mayoría de las “ideas de negocio” se quedan en el proceso de llegar a startup.
La realidad tiene muchos más grados de libertad que nuestros modelos mentales sobre ella. La imaginación y el entusiasmo pueden encender el fuego que nos ayude a saltar a lo desconocido y atravesar las dificultades y sorpresas que estos proyectos traerán. Pero, sin las habilidades necesarias para aplicarlo, el ingenio se queda en ingenuidad.
El verdadero aprendizaje
Mi intención cuando empecé a escribir este post era llegar, más o menos, hasta donde os he contado. Una historia sobre innovación con dos moralejas. Que esperar que proyectos innovadores requerirán más de lo que esperamos es un buen punto de partida. Y que cultivar la humildad intelectual y la capacidad de olfatear y respetar lo que no sabemos. Ahora lo leo, me leo y hasta me parece un poco pedante.
Por suerte, la escritura desentierra pedazos de tesoro ocultos en las experiencias del pasado. Sin duda, mucho más valiosas que las anteriores:
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