“¿Se porta bien?”
Una pregunta que recibo a menudo sobre mi hija.
Una forma de ver las cosas tan ajena a mí, que me suele pillar a contrapié.
Y rara vez sé qué contestar.
-¿Qué es portarse bien? –he respondido a veces.
Algunas cosas sugeridas:
Que duerma tanto y como al adulto le gustaría.
Que no llore cuando a un adulto le molesta su llanto.
Que ponga una cara agradable cuando al adulto le apetece.
Que coma lo que alguien ha decidido que se supone que es “bueno” y en la cantidad “adecuada”.
Que no se queje cuando algo que el adulto quiere que haga (con o sin razón) no le gusta.
Que salude con la mano a gente que le es completamente desconocida.
Y otro tanto del estilo…
En definitiva, que reprima comportamientos naturales y sanos de una niña para no incomodar a los adultos.
Pobres niños.
Acaban de aprender a respirar y ya cargan con las expectativas, tensiones y necesidades no resueltas de quienes les rodean.
Casi nada.
Pues ¿qué quieres que te diga?
Si de eso se trata, a mi hija no le voy a enseñar a portarse bien.
Ya nos encargamos su madre y yo de lidiar con todas las proyecciones de los adultos,
para que ella pueda dedicarse a lo que le toca:
A aprender a conciliar el sueño a su ritmo.
A llorar cuando lo necesita.
A poner cara de culo a quien no le da confianza.
A experimentar con la comida a su gusto.
A enfadarse cuando algo que queremos que haga no le gusta.
A saludar, o no, según le salga.
A reír cuando le nazca.
A veces no es fácil…
En más de una ocasión, agotador.
Pero, si me das a elegir entre cansancios, lo tengo claro:
prefiero que mi energía sirva a que ella siga conectada a esa esencia creativa, bondadosa y alegre que veo cuando es dejada ser.
Y a que empiece a reconocer sus necesidades y su brújula interna.
Dos cualidades que me ha costado años desenterrar:
debajo de todos los condicionamientos, corazas y mecanismos de supervivencia.
Y que hoy me permiten vivir sin traicionar lo que soy.
Gracias a poder conectar con mi niño interno, mientras mi padre interno le cuida.
Gracias, cariño.
Por brindarme el privilegio de ver tu esencia pura
y recordarme la mía.
Gracias por dejarme cuidarte hasta que puedas hacerlo por ti misma.
Y por enseñarme, sin saberlo,
a ser mejor padre de mí mismo.